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DIÁLOGOS POSTMODERNOS

JUGUEMOS A ENGAÑAR III: La misma gata revolcada (de azul)

JUGUEMOS A ENGAÑAR III: La misma gata revolcada (de azul)

Por: Fernando Cab Pérez

De la esperanza al desencanto.- El Partido Acción Nacional nació como una organización de los grupos aristócratas, en respuesta a las medidas populares impulsadas por el gobierno cardenista. Estas condiciones hacen que, a diferencia de otros partidos políticos, el PAN no encuentre sus orígenes en una de las escisiones del Revolucionario Institucional.

A través del tiempo, conforme la oferta del gobierno priísta excluía la creciente demanda de libertades democráticas de la sociedad, los panistas enarbolaron la bandera de la democracia, oponiéndose a la manipulación sectorial de las masas, las costumbres caciquiles y las prácticas autoritarias.

La entrega de los panistas en el campo de batalla estimuló la lucha de la población. A pulso, los blanquiazules obtuvieron el respaldo ciudadano, por su coraje a enfrentarse a las decisiones de los poderosos en turno. Durante años, el PAN fue el vehículo para expresar el desacuerdo de los ciudadanos contra un sistema político en descomposición. No importaban sus antecedentes religiosos ni conservadores, mucho menos la posición económica de sus miembros, su trascendencia fue más allá: abrazaba los anhelos progresistas de una sociedad cada vez más consciente.

Entre los numerosos reclamos, el colapso económico y la ausencia de instituciones democráticas ocupaban un lugar destacado. Con base en estos problemas, la sociedad partió de la premisa argumentando que, para mejorar sus condiciones de vida, era necesario sacudirse la dominación de un solo partido. El cambio de Gobierno debía ser el resorte que impulsara, en adelante, las reformas democráticas fundamentales; el primer paso para atravesar de un régimen abusivo a otro de profundo respeto a las leyes constitucionales.

Acción Nacional fue ganando espacios políticos, no sin obstáculos en el camino. Primero fueron las alcaldías, luego las gubernaturas, hasta culminar en la Presidencia de la República. Sin embargo, el sendero recorrido para coronarse en el peldaño más importante del país no estuvo exento de polémicas. A través del tiempo, los panistas fueron transitando, de una imagen honesta, a otra más próxima a los intereses particulares de los últimos gobiernos priístas. En el ejercicio del poder público, los blanquiazules no estuvieron a la altura de las demandas sociales.

Los sueños de cambio de la sociedad fueron encauzadas por el candidato presidencial panista Vicente Fox Quesada. En su intensa campaña, el político guanajuatense encarnó los ideales de justicia, democracia social e igualdad, y escuchó de cerca los planteamientos de malestar de la población contra unas autoridades insensibles a sus exigencias. Con las esperanzas depositadas en su persona, por primera vez, en más de siete décadas, la oposición ganó las elecciones presidenciales en el año 2000.

Sin embargo, la luna de miel entre el Presidente y la población mexicana derivó muy pronto en un profundo desencanto. A unos meses de asumir el Ejecutivo Federal, la administración panista puso en marcha medidas económicas neoliberales más cercanas a las fomentadas por sus antecesores priístas. Demasiado lejos estaba Fox Quesada de constituirse en el pivote que agilizara las transformaciones sociales, pues las relaciones políticas del régimen anterior permanecieron activas.

Los gobiernos emanados del PAN, amén de negociar con las añejas estructuras del priísmo para acelerar sus impopulares reformas, muy pronto dieron notables muestras de promover las mismas acciones irregulares desde las altas esferas. Felipe Calderón Hinojosa, como su antecesor, permitió que los blanquiazules de ahora destrozaran los ideales democráticos de sus orígenes partidistas. Nada ilustra mejor la adopción de las costumbres políticas excluyentes de los tricolores en el seno panista, que la portentosa ceremonia de bienvenida a las aspiraciones de Mario Ávila Lizárraga, uno de sus dos precandidatos a la Gubernatura de Campeche, hace unas semanas.

La cargada panista.- Acción Nacional ya venía picando piedra en Campeche desde hace décadas. Su historia transcurre en medio de antagonismos entre las corrientes que intentaron darle un sello genuinamente alternativo y las fuerzas vinculadas, en cierta medida, con los cacicazgos locales. La demostración del boato panista en apoyo a Ávila Lizárraga recuerda los tiempos esplendorosos de la cargada priísta, y por ende, significa el triunfo de los segundos.

El Revolucionario Institucional creó una escuela política, sus enseñanzas han sido reproducidas con mucho éxito en las recientes formaciones partidistas, pero la más añeja de todas, la que siempre combatió la inmoralidad de la clase en el poder, ha traicionado sus principios democráticos, sumándose a la indecencia galopante que siembra la desconfianza entre los ciudadanos responsables.

Como recompensa, los blanquiazules campechanos merecen la mención honorífica. Esta es una distinción otorgada a los universitarios tras aprobar con honores su examen profesional. De la misma manera, la cargada panista a favor de Ávila Lizárraga supera con creces las cargadas de signo tricolor. El escrutinio público desea conceder el reconocimiento, después de hacer una minuciosa deliberación, al Partido Acción Nacional, por atreverse a cruzar las puertas que separan la ética de la mentira.

Este veredicto contribuye a aumentar el descrédito popular hacia los blanquiazules. Aunque con algunas variantes, los líderes del panismo están actuando como si fueran antiguos miembros del priísmo populista más conservador. La movilización a favor de Ávila Lizárraga contiene los ingredientes fundamentales de los rituales políticos del viejo régimen: el desplazamiento masivo de la población a cambio de prebendas y la glorificación de un funcionario común, ataviado con las mejores cualidades humanas.

Cabe añadir que, tras el deceso de Juan Camilo Mouriño, su padre, Carlos, arribó con su mano salvadora e impidió que el PAN quedara como la gallina sin cabeza, es decir, envuelto en un escenario de disputa entre los intereses antagónicos de la dirigencia campechana y el Grupo Carmen, ante la ausencia de su jefe máximo. El precandidato Ávila Lizárraga fue bendecido por el nuevo jerarca absoluto, ahora, teniendo a este poderoso aliado de su parte, el precandidato de los carmelitas, Sebastián Calderón Centeno, está exhibiendo síntomas de flaqueza.

De muy poco sirvieron los triunfos de Acción Nacional en diferentes municipios de la entidad, en aras de iniciar una ardua labor de ciudadanización de la política, si en un santiamén, los dirigentes blanquiazules crearon sus propias mafias internas; a estas circunstancias se sumaron los poderosos empresarios en la dirección del partido y la instrumentación de medidas sociales de carácter electorero.

Mario Ávila Lizárraga es uno de los símbolos que ejemplifican fielmente la adopción de las costumbres priístas dentro del PAN. Como delegado de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), transformó esta dependencia a su cargo en una estructura para alimentarse de los votos de la clase social menos favorecida, no para impulsar programas productivos que disminuyeran la pobreza. Como en sus mejores épocas hicieran los tricolores, la simulación se apoderó del PAN, y de aquel ímpetu democrático, ya nada queda.

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